martes, 13 de enero de 2015

Capítulo 8. Ariane.

Resoplé frustrada. Estaba comenzando a impacientarme, hacía tres días que no encontraba los cuadernos que tantas de mis fantasías guardaban y aquello no auguraba nada bueno. Jamás me había separado de ellos, eran mis amigos, mis escondites, las puertas que accedían a miles de mundos en los que todo era posible, en los que una parte de mí se sentía poderosa, capaz de conseguir todo, libre. No tener esos dos viejos cuadernos cerca de mí era una de las peores cosas que me podía pasar en aquel instante, aunque al menos me refugiaba en el hecho de no haber perdido mi diario, con tan solo pensar que eso pudiese haber sucedido… sería la perdición de mi familia. No podía arriesgarme una vez más, meter la pata hasta semejante punto no era una opción y mucho menos aún después de lo que me había sucedido. Ya había tentado a la suerte una vez, y sorprendentemente  había logrado salir victoriosa, por los pelos, sí… pero victoriosa. Recordaba como me había encontrado con aquel nazi en la casa de los Moreau, yo temblaba de pies a cabeza, estaba convencida de que ahí era donde se acababa mi historia y las historias de los que me rodeaban, por mi culpa todo había sido en vano. Lo que se habían arriesgado los Gaudet por mí, la pobre Gabrielle escondida en nuestra casa… nunca me perdonaría eso, pero… sin ni siquiera haberlo imaginado, aquel hombre de mirada fría me había dejado marchar.
“-Vete.-dijo.”
No me había causado daño alguno, me había dejado ir, sin más.

Suspiré. No sabía el motivo, pero no quería ni siquiera pensarlo, lo importante era que estábamos a salvo y que la Gestapo parecía habernos dado un respiro, sin visitas, sin interrogatorios.

-¿Te rindes?-me preguntó Gabrielle, sonriendo.-Estás con la mirada perdida, voy a comenzar a pensar que me has hecho revolver toda tu habitación para nada. ¡Esto está hecho un desastre!
Salí de mis ensoñaciones y le devolví la sonrisa. Habíamos estado más de una hora rebuscando entre mis estanterías repletas de libros, Gabrielle se había ofrecido a ayudarme, desde que tenía la pequeña fotografía en la que salia tanto ella como su familia, aquella pequeña imagen por la que me había arriesgado y llevado un buen susto en el pasillo de su casa, una nueva luz se había instalado en sus ojos, parecía que había recuperado la fuerza. La comprendía, sabía lo que era poder contemplar los rostros de las personas que amábamos, era un modo de tenerlos cerca a pesar de que en realidad no fuese así.
Me reconfortaba ver a Gabrielle activa una vez más.
-He llegado a la conclusión de que cuando no los busquemos aparecerán.-me senté en cama y me estiré.-No te imaginas lo mucho que me apetece pasear, ir a la biblioteca quizás… ¡ver la luz del día! ¿Recuerdas cuándo paseábamos por el parque durante tardes enteras?
Gabrielle se sentó en el suelo, cerca de la ventana, y suspiró.
-No sé cuantos días llevo aquí dentro, Ariane. Prefiero no pensar en esos recuerdos o me volveré loca de remate.
Me mordí el labio y jugueteé con mi falda. Había metido la pata completamente. No debía quejarme, en comparación con Gabrielle no tenía motivos para hacerlo, pero ahí estaba, diciéndole lo mucho que me apetecía ir a la calle, revivir momentos que no estaba segura de que se pudiesen volver a vivir.
Me avergonzaba ser tan débil y frágil ante ella.
-¿Hoy no abrirás la librería de tu padre?
-Es sábado, quería hacerlo pero… mamá me dijo que merezco un descanso, que me viene bien desconectar.-respondí, encogiéndome de hombros.-A veces pienso que lo único que quiere es que me aleje de casa y que no tenga que ver a mi padre, ya sabes…
La salud de Fabien había empeorado. Su corazón… ni Camille ni yo sabíamos lo que podíamos hacer por él, lo que ocurriría si le pasaba algo.
-No es agradable escuchar sus alaridos, eso sin duda.-añadió Gabrielle.
La miré estupefacta. No podía creer lo que había escuchado.
-Gabrielle… ¿qué…?
-Lo siento, Ariane pero es que… me asfixia este sitio. Sabía que no sería fácil, que tendría que resistir pero jamás me sentí tan encarcelada. No quiero estar aquí. No puedo estar aquí.
-Gabrielle, tienes que estar aquí.-repuse, nerviosa.-¿A dónde irás? Todo está lleno de nazis… ¡todo! Tu madre te trajo aquí y nos pidió que te escondiéramos, nosotros no lo dudamos ni un segundo. No queremos que te pase nada, ¿lo comprendes?
Gabrielle resopló y dijo, de una manera que me resultó agresiva:
-Probablemente mi madre no sabía que vosotros estabais siendo investigados, por favor, ¿no te das cuenta de que tus padres están en la Resistencia? ¿Por qué crees que los de la Gestapo os interrogaron?- sonrió de manera burlona.-Ariane, tu padre no puede ni moverse de cama… Vendrán de un momento a otro, deberías escaparte, aún tienes una oportunidad de hacerlo. Dices que no quieres que me pase nada pero créeme, si sigo aquí me pasará, y a ti también.
Me incorporé de cama y me acerqué a ella, dolida. ¿Cómo podía estar diciendo todo aquello?
-Ellos no están en la Resistencia y… ¡no vuelvas a hablar así de mi padre! No voy a escaparme sin ellos, Gabrielle, si lo quieres hacer tú, adelante, no seré yo quien te lo impida, pero… ¡nunca dejaría tirada a mi familia! Son todo para mí, lo único que tengo.
-Que poco valoras tu vida.-murmuró.
Negué con la cabeza y me froté las sienes. Ella sabía todo lo que nos estábamos jugando escondiéndola, ella misma parecía no darse cuenta del propio riesgo que había corrido su madre al tratar de salvarle la vida. ¿Ahora nos echaba en cara que fuésemos nosotros quienes la ocultábamos?
-Eres una desagradecida.-dije finalmente, con seguridad.
-La vida no es un cuento de hadas, Ariane, a ver cuando te das cuenta. La Gestapo volverá tarde o temprano, pero volverá. ¿Y se supone que debo estar aquí, esperándoles? Si lo que deseas es quedarte aquí con tus padres, hazlo.-bramó, mirándome de un modo horrible, despreciable.-No les daréis pena, ni siquiera tu padre, que no puede ni darse la vuelta en cama. Les daréis igual… ¡os harán lo mismo que a mis padres! ¡os humillarán! ¡os pegarán!
-¡Cállate!-grité, tirando todos los libros que encontraba en mi camino contra ella.

Salí de mi habitación dando un portazo. En aquel momento no me importaba hacer ruido, no me importaba que alguien descubriese a Gabrielle, no me importaba absolutamente nada. Ni siquiera me paré cuando escuché la voz de Camille, preocupada, probablemente pidiendo que me tranquilizase. 

Me dirigí hacia la puerta de casa y salí al exterior, necesitaba alejarme de allí, necesitaba respirar, dejar de escuchar y ver lo que me rodeaba. Necesitaba olvidar las palabras de Gabrielle.

Reprimí las lágrimas y subí escaleras arriba, tratando de no hacer ruido. Aquel edificio parecía tener ojos y oídos en cada esquina, en cada pequeño rincón. Me recordé que las vecinas vivían pegadas a las puertas de sus respectivas casas, esperando que algo sucediese para pegar la oreja y comenzar a escuchar todo lo que sucedía en las vidas de los demás. La verdad era que no me apetecía darles más chismes sobre los que hablar.

Allí, en el último piso del edificio había un viejo ático abandonado. Nadie se había dado cuenta jamás de que la puerta se abría con un leve empujón, pero la verdad era que aunque lo hubiesen sabido, no se atreverían siquiera a dar un paso al interior de aquel olvidado y pequeño apartamento.
Recordaba a la perfección el día que Camille, Fabien y yo nos habíamos trasladado desde Toulouse hasta París. Una de nuestras vecinas, la señora Juliette Donaire, nos recibió muy amablemente, evidentemente sin olvidarse de hacernos mil y una preguntas sobre nuestra vida, casi un interrogatorio más extenso de los que nos obsequiaban los de la Gestapo.
Fue entonces cuando Juliette nos contó que el ático no estaba habitado y que por nuestro propio bien, más nos valía no acercarnos allí. Según decía, un poeta de mala muerte se había suicidado en ese mismo lugar dos meses después de haber llegado a la ciudad. Desde entonces, Juliette aseguraba que se escuchaban ruidos extraños procedentes de aquel sitio y que nadie en todo aquel tiempo se había atrevido a entrar.
Sin duda Juliette Donaire y todos los demás vecinos tenían más imaginación que yo.

Las historias de fantasmas eran unas de mis preferidas por lo que desde que con doce años había llegado a París, no había dudado ni un segundo en adentrarme en ese misterioso piso y comprobar con mis propios ojos que allí no había sucedido nada.
Habían pasado cinco años desde entonces, pero esas historias seguían apasionándome del mismo modo. Aquel ático se había convertido en mi espacio secreto, en un lugar en el que refugiarme, en el que volver a imaginar que era libre.

Abrí la puerta despacio y me descalcé, no quería hacer ruido, muy a mi pesar el suelo de madera no estaba en buen estado y la señora Donaire continuaba teniendo el mismo buen oído.
Aquel ático era diminuto. Diminuto y oscuro, evidentemente la única luz que había en la estancia era la que entraba por los ventanucos que se encontraban en el salón. 
Eso era lo poco que allí había, un salón en el que descansaba un viejo sofá, una mesa y una butaca, una cocina inservible y sucia, un baño en las peores condiciones que había visto jamás, y un dormitorio vacío, con el papel de las paredes arrancado de cuajo.
Desconocía si algún poeta se había suicidado en aquel lugar, pero si así era y si tal y como decían los miedosos vecinos, se escuchaban ruidos procedentes de aquel pequeño piso, en mi presencia nunca había sido así.
En realidad me reconfortaba estar allí, era mi escondite, un espacio que había tomado como mío.

-Monette…-susurré, agachándome para acariciar la pequeña cabeza negra de la gata que hacía un par de meses había recogido de la calle.-Lo siento pequeña, hoy no te he traído leche.
Comprobé que aún había comida suficiente para Monette y me senté en el suelo, jugueteando con la gata. Al menos ella parecía feliz.

Suspiré y traté de olvidarme de la conversación que había tenido con Gabrielle, pero la verdad era que no lo lograba, ¿cómo hacerlo?
Comprendía que se sintiese mal, enjaulada, que desease salir del escondite y toda aquella situación la enfureciese. Los nazis se habían llevado a sus padres, habían desbaratado toda su vida y yo mejor que nadie podía entenderla, a mí también me habían arrebatado a mis padres biológicos, tanto mis hermanos como yo habíamos tenido que separarnos de ellos y atravesar un viaje hacia lo desconocido. Mi hermano pequeño, Pablo, había perdido la vida, y mi hermano mayor, Bernat… ¿dónde estaría?
Evidentemente Gabrielle no se imaginaba nada de eso, no podía decírselo. Intuía que probablemente pensara que yo no era más que una niña boba, quizá no se equivocaba y sí que lo era, pero yo sabía lo que era la vida, desgraciadamente, a mis diecisiete años, ésta no había sido demasiado justa conmigo.
No lograba entender como Gabrielle podía despreciar todo lo que hacíamos por ella, todo lo que nos estábamos jugando.

Sequé con rapidez la lágrima que rodaba por mi mejilla y encogí las piernas contra mi pecho. Deseaba permanecer en ese lugar todo el tiempo que fuese posible, sin que nadie se percatase de mi presencia, sin tener que salir de allí hasta que todos los problemas se hubiesen esfumado.


Escuché un pequeño ruido procedente de la puerta. Miré hacia allí y un sudor frío comenzó a recorrer mi espalda. Era él… una vez más. Mi corazón comenzó a latir de forma desbocada.