miércoles, 10 de diciembre de 2014

Prólogo. La noche en guerra.

La guerra. No había nada peor en este desgraciado planeta. Primos, vecinos, incluso hermanos... nada ni nadie importaba cuando se trataba de salvar la vida, nada ni nadie debía cruzarse en tu camino, si eso sucedía... si eso sucedía lo último que tus ojos verían sería la noche clara de aquella primavera, las miradas de derrota de tus camaradas y un fusil apuntando hacia tu cabeza. Aquella era la noche en guerra, una noche más.

Arrastré la maleta de debajo de la cama, la pateé con furia, con odio. Arañé el cuero, lo traté de desgarrar. De nada servía, no había absolutamente nada que yo pudiera hacer, incluso las lágrimas se habían agotado, todas las emociones... ¿dónde estaban? Únicamente permanecía el odio. El maldito odio.
-Me has dejado sola, Isidro... y me prometiste que nunca lo harías.- la voz se me quebró.
Golpeé la maleta con los puños y me dejé caer en el suelo, acurrucándome como una niña pequeña.
Tan sólo hacía una semana que me había prometido a mi misma no volver a pisar aquella casa en la que antaño había vivido. Los recuerdos impregnaban todas y cada una de las paredes, de las esquinas, de los objetos inanimados que hasta entonces habían parecido tener vida. El olor de mis hijos todavía estaba allí, sus risas, sus travesuras, su inocencia... Mi Bernat, mi Ariane y mi dulce Pablo. Todavía no terminaba de creerme que hubiese tenido el valor suficiente de llevarlos hasta aquel barco, de ignorar sus miradas suplicantes. 
Ver todas las familias destrozadas, entender lo que sentían, escuchar sus llantos y tratar de sobrellevar ese momento sin el apoyo de mi Isidro. El pobre, mi valiente y hermoso marido, el hombre de mi vida. Recordaba como si fuese ayer los días en los que paseábamos a nuestros hijos por la plaza de la ciudad, cuando le veía darles caramelos a escondidas, cuando leía miles de libros junto a Ariane y cuando reía ante el ingenio y talento de Bernat. Recordaba las noches que pasábamos despiertos, besándonos, amándonos. 
Juntos habíamos planeado enviar a nuestros hijos a Francia, y juntos habíamos decidido también que cuando la República venciese, los traeríamos de nuevo a casa, unidos de nuevo. 
Pero Isidro ya no estaba, y nunca estaría. Una noche se lo habían llevado... y junto a él, se habían llevado mi alma. 

Cerré las manos en un puño, clavándome las uñas, tratando de sentir algún tipo de dolor. Ya no existía ni siquiera eso. Ya no había nada en mí, absolutamente nada.
Mi cabeza no borraba la imagen de mi pequeño Pablo agarrándose a mi falda como si la vida le fuese en ello, de Bernat separando la diminuta mano de su hermano y de mi preciosa Ariane frotándose los ojos con furia para no llorar.
Mis hijos. Deseaba que fuesen felices, que jamás olvidasen lo mucho que le querían sus padres. Allí en Francia vivirían bien, yo lo sabía, estaba segura de ello. 

Pese a haberme levantado convencida de que debía huir de allí, pese a haber guardado mis pocas pertenencias en esa vieja maleta... pese a ello, ya no me quedaban fuerzas.
Escuché la alarma sonar como un murmullo lejano. No dudé, no era necesario hacerlo. Ni un músculo de mi cuerpo se movió. Aquel era mi lugar. Las risas de mis hijos, las caricias de mi marido... allí debía estar, en mi hermosa Guernica... aquel 26 de abril del año 1937.

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