miércoles, 10 de diciembre de 2014

Capítulo 7. Christa.

Rebusqué en mi bolso y cogí el pequeño espejo y la barra de labios color rojo que tanto adoraba. El rojo, ese color me fascinaba, me enloquecía, incluso me provocaba cierto placer. Rojo como el color de la sangre.
Retoqué mis labios desde el asiento trasero de uno de los coches de Hans, deseaba estar perfecta para el teniente Eduard Schulz, sabía que se encontraría en el despacho de mi marido y no podía permitirme dejar pasar aquella oportunidad.
Eso era lo único bueno que me estaba proporcionando París. Ni siquiera las boutiques, el supuesto glamour de aquella ciudad… nada había que me alegrase más que la presencia de Eduard Schulz y que la investigación que nos traíamos entre manos.

-¿Desea ir a otra tienda, señora von Krischner?
Lancé una mirada de desprecio hacia Fritz, el estúpido chófer de mi marido. Casi tan estúpido como lo era el propio Hans, repudiaba todo lo que tenía que ver con él, odiaba su voz, su contacto, su presencia… nada de él me reconfortaba.
-Te he dicho que te dirijas al despacho.-respondí por enésima vez, cansada.-Date prisa, no tenemos todo el día.
Suspiré y estreché La lágrima roja entre mis manos. No era capaz de desprenderme de aquel colgante que el mismo Hans me había regalado. Aquel colgante que había pertenecido a la hermosa mujer de Sandro de’Marchesi, estaba convencida de que no me equivocaba, esa era la mágica pieza que había acompañado a la siniestra obra del misterioso pintor, El pacto de sangre, desde su creación. Esa era La lágrima roja y por supuesto, era mía.

Recordaba a la perfección como una noche, Hans me había sorprendido entregándome una caja negra de terciopelo. Aquel gesto y su mirada de euforia, de poder… supe que algo importante había sucedido.
Aquella noche yo pretendía visitar al fascinante Eduard. Me arreglé, me perfumé, me convencí a mi misma de que pasaría unas maravillosas horas a su lado, disfrutando de él, pero mis planes se vieron truncados cuando Hans abrió esa caja de terciopelo y colocó en mi cuello La lágrima roja.
Sentí que podría conseguir todo lo que me propusiese, y sin duda estaba convencida que aquel sentimiento se había generado en mí gracias al poder de aquella magnífica piedra.
Olvidé a Eduard Schulz durante unas horas, olvidé el odio que sentía hacia mi propio marido y lo único que deseé de un modo primitivo fue conseguir El pacto de sangre, juntar las dos obras una vez más y convertirme en la mujer más poderosa jamás recordada.
Hans obtuvo toda mi atención tras mucho tiempo sin tenerla. Por primera vez en años volví a ver en él al hombre que antaño había amado, volví a sentir que esa era la persona que deseaba. Escuché con gozo como me narraba las humillaciones que les había obsequiado a aquella familia de judíos, los Moreau, como les había arrebatado de las manos aquel colgante, pero sobre todo, recordaba el placer que había experimentado al ver otros tres cuadros de Sandro de’Marchesi colgados en la amplia pared de nuestro salón. El pacto de sangre estaba cerca, cada vez más.

Sonreí levemente, ensimismada en mis propios pensamientos. Estaba segura de que conseguiría tener en mi poder ese cuadro, y también sabía que en cuanto estuviese en mis manos, nada ni nadie se interpondría y echaría al traste mis planes, ni siquiera mi marido.
Todo estaba perfectamente planeado.

Para mi sorpresa, el inepto de Fritz logró llegar al despacho de Hans mucho antes de lo previsto. Me sentí eufórica cuando pasé por delante de Edith, la joven secretaria que por supuesto, se acostaba con el asqueroso de mi marido.
-Buenas tardes, señora von Krischner. ¿Desea que le traiga algo?-se atrevió a preguntarme con esa voz chillona que yo tanto detestaba.-Su marido se encuentra reunido con el doctor Ulrich y con el teniente Schulz.
No hacía falta que me dijese nada más, si Manfred Ulrich y Eduard Schulz se encontraban reunidos junto a Hans, únicamente podrían estar hablando de El pacto de sangre, al fin y al cabo, no conocía a otros dos historiadores de arte mejor preparados que Manfred y Eduard.
Me encaminé con decisión hacia la puerta del despacho, siendo interrumpida una vez más por la inepta de Edith:
-El señor von Krischner me pidió que nadie les molestase, bajo ningún concepto.
-Mete tus sucias narices en tus asuntos, Edith. No olvides que ese hombre es mi marido y que todavía no ha nacido nadie que pueda prohibirme algo.-dije, con odio.

Abrí la puerta del despacho con rapidez y me adentré en el aburrido y oscuro espacio que pertenecía a Hans von Krischner.
Los tres hombres me miraron con curiosidad. Hans resopló y trató de decir algo, pero por supuesto, yo fui mucho más rápida que él, no permitía que me despreciase en público.
-Podéis proseguir con vuestra conversación.
Me senté en una butaca próxima a la única ventana que allí había. Desde aquel lugar podía ver a la perfección los rostros de los tres hombres, pero sobre todo, el de Eduard.
Encendí un pitillo y escuché como hablaban sobre diferentes obras de arte pertenecientes a diversas familias de judíos de París.
No me interesaba lo más mínimo nada que tuviese que ver con todos esos insignificantes judíos, no merecían mi atención ya que ese era un privilegio que únicamente podía permitirse el teniente Schulz, al cual observé embelesada una vez más.

Sonreí para mis adentros, estaba convencida de que notaba mi mirada sobre su cuerpo. Cuerpo que yo intuía fuerte, hermoso, perfecto.
Eduard Schulz era mi amante y el trabajador más importante de mi marido. Me gustaba ese juego, me enloquecía nuestro secreto.
Nunca había conocido a un hombre tan rudo, tan carente de dulzura o amor. ¿Pero qué importaba? Yo no buscaba eso de él, ni él buscaba lo mismo de mí.
Jamás me permitía desnudarle completamente, besarle con suavidad, enterrar mis manos en su perfecto pelo rubio… Le deseaba de un modo salvaje, y estaba segura de que a él le sucedía lo mismo que a mí.
De un modo u otro siempre nos buscábamos, dábamos rienda suelta a nuestra pasión, nos dejábamos llevar. Únicamente me entristecía no saber nada de él, no conocer su vida, sus pensamientos, no poder acercarme más a la misteriosa mente del atractivo teniente.


No me bastaba visitar su casa una vez a la semana, pero nadie había dicho que no conseguiría más, que no lograría cumplir mis propósitos. Yo era Christa von Krischner, nadie se negaba a mis deseos. 

Me perdí en el rostro de Eduard. En sus cicatrices, en su tensa mandíbula y su recta nariz. En sus ojos azules, sus perfectos ojos azules que en aquel momento me observaban sin pestañear. ¿Me observaban sin pestañear? Eduard levantó una ceja de manera graciosa y yo regresé al mundo real.
-¿Christa?-la odiosa voz de Hans me sacó de mis ensoñaciones-Tenemos nuevas noticias sobre el cuadro, ¿nos estás escuchando?
Me enderecé y apagué rápidamente el pitillo que tenía en la mano. No podía perderme ninguna de sus palabras.
-Teniente Schulz, por favor, narre sus últimas averiguaciones.
Eduard carraspeó levemente y dijo:
-Varios testigos me han informado de que la noche antes de que la familia Moreau fuese arrestada, una mujer salió del edificio en el que vivían con un extraño paquete de dimensiones considerables. Evidentemente no estoy seguro de que se trate de El pacto de sangre, la cantidad de obras de arte y objetos de valor con las que contaba esa familia es impresionante, pero si mis sospechas son ciertas…
-¿¡Tus testigos ven a una mujer con un paquete salir de madrugada de una casa y no se les ocurre interceptarla!?-le interrumpió Hans. Deseé retorcerle el cuello.
-Lo introdujo en un automóvil, nadie logró ver al conductor.-Eduard frunció el ceño-Mis testigos se tratan de vecinos del propio barrio, señor von Krischner, en los tiempos que corren nadie se arriesga en vano.
Hans soltó una risa estúpida y murmuró:
-Te creía competente para este trabajo.-vi como Eduard apretaba la mandíbula, podía apostar que él odiaba a Hans tanto o más de lo que lo odiaba yo-¡Quiero ese cuadro! No puede haber más fallos. No me explico como un hombre tan experimentado como tú ha podido pasar por alto el hecho de que esa muchacha escapase.
-¿Qué muchacha?-me atreví a preguntar.
-La hija de esa familia… Gabrielle Moreau.-respondió Hans mientras ojeaba unos papeles-Escapó de alguna manera. La Gestapo está tras su pista, en cuanto la arresten se pondrán en contacto con nosotros para que nos encarguemos de interrogarla y por nuestro bien espero que eso suceda pronto… mientras siga viva y libre El pacto de sangre se nos escapa.
-Estoy totalmente seguro de que la familia Moreau cuenta con más propiedades.-continuó diciendo Eduard.
Le observé confusa. ¿Qué le sucedía? Parecía tan tenso…
-Probablemente en alguna de esas propiedades se esconde el cuadro y también la joven.-repuso Manfred.-Alguien les está ayudando, una muchacha no podría huir tan fácilmente.
Eduard extendió el brazo y agarró con fuerza el vaso de agua que descansaba sobre la mesa, frente a él. Lo acerco a sus perfectos labios y bebió un sorbo de agua.
Deseé acariciarle el rostro, secar sus húmedos labios con los míos y decirle que acabase con Hans, que no permitiese que ese sucio bastardo le hablase de ese modo.
-El poder que supondrá tener ese cuadro, mi nombre… mi rostro…-dijo Hans, sumido en sus estúpidas ensoñaciones.
No quise escucharle, era absurdo, sin dudarlo le interrumpí:
-¿Cómo sabéis que esa familia tiene más propiedades? ¡Decidme que ocurre!
-Señora von Krischner, ¿no le parece extraño que una familia guarde tres cuadros atribuidos a Sandro de’Marchesi, un colgante que parece ser La lágrima roja, y otras obras de inconfundible valor, en un pequeño piso de París?-dijo Manfred con descaro, incluso con un tono burlón en su voz que yo desprecié.-No me dirá que no es extraño.
-Albert Moreau era catedrático en la universidad, tenía servicio doméstico, su mujer no trabajaba, su hija asistía a los mejores colegios y gozaba de una buenísima educación…-añadió Eduard.-Es prácticamente imposible que su única propiedad fuese ese piso situado en un humilde barrio parisino.
Apreté La lágrima roja contra mi pecho y suspiré. Necesitaba tener en mi poder ese cuadro, cuanto más cerca me sentía de él, más nerviosa me ponía, con más ansias de que fuese mío.
-No puedo evitar pensar que si la familia Moreau cuenta con más propiedades en Francia, es absurdo que guardasen tantas obras de valor aquí, a nuestro alcance… ellos sabían que les estábamos investigando.-repuso Manfred. Muy a mi pesar, lo que decía tenía sentido.-¿Os parece una trampa?
-Por alguna extraña razón no les importó que nos apropiásemos de las pertenencias que tenían aquí en París. Incluso quizá las dejaron al alcance de nuestras manos por un motivo concreto, no lo sé…-Eduard negó con la cabeza, cansado.-Pero sé que ellos tienen El pacto de sangre.
Hans resopló y dijo:
-Por lo pronto nos encargaremos de investigar el colgante, es primordial.-me miró de reojo.-Manfred se ha puesto en contacto con un compañero que nos ayudará a confirmar si se trata de La lágrima roja.
Estaba completamente segura de que lo era. Ese era el colgante que había pertenecido a la mujer de Sandro de’Marchesi y que había acompañado al cuadro desde su creación.
-Les aseguro que mi compañero es el hombre indicado para esta investigación.-repuso Manfred.
Fruncí el ceño. No me fiaba de Manfred Ulrich. Era un trabajador competente, sus conocimientos eran innegables, pero… había algo en él que no me inspiraba confianza.
-Dentro de dos días viajaremos a Berlín y descubriremos si nuestras averiguaciones son ciertas.-añadió Hans, sonriendo con arrogancia.-Señores, eso es todo.
Me levanté de la butaca y miré por la ventana, ajena a sus atronadores “Heil Hitler”.

Me asustaba pensar que tal vez aquella no fuese La lágrima de sangre, me asustaba alejarme de París y regresar a Berlín en compañía de Hans. Detestaba su presencia… detestaba el hecho de tener que separarme de Eduard Schulz.
Eduard.
Me giré rápidamente e ignoré lo que Hans me decía, ni siquiera estaba escuchando sus palabras. Me dirigí a la puerta del despacho, la abrí y…
Apreté una vez más el colgante contra mi pecho. El apuesto teniente me miró de reojo y sin ni siquiera inmutarse se agachó para decirle algo al oído a la inepta de Edith. Ella se echó a reír de forma estúpida y un ligero rubor se instaló en sus mejillas.
Eduard sonrió, se incorporó y le guiñó un ojo.

Quise gritarle, pegarle, matar a Edith… quise preguntarle porque no me dedicaba ni una mísera palabra, un gesto de complicidad, porque se alejaba sin decirme nada…
Quise odiarle tanto como odiaba a Hans pero… no podía.

Eduard...

No hay comentarios:

Publicar un comentario