miércoles, 10 de diciembre de 2014

Capítulo 7. Christa.

Rebusqué en mi bolso y cogí el pequeño espejo y la barra de labios color rojo que tanto adoraba. El rojo, ese color me fascinaba, me enloquecía, incluso me provocaba cierto placer. Rojo como el color de la sangre.
Retoqué mis labios desde el asiento trasero de uno de los coches de Hans, deseaba estar perfecta para el teniente Eduard Schulz, sabía que se encontraría en el despacho de mi marido y no podía permitirme dejar pasar aquella oportunidad.
Eso era lo único bueno que me estaba proporcionando París. Ni siquiera las boutiques, el supuesto glamour de aquella ciudad… nada había que me alegrase más que la presencia de Eduard Schulz y que la investigación que nos traíamos entre manos.

-¿Desea ir a otra tienda, señora von Krischner?
Lancé una mirada de desprecio hacia Fritz, el estúpido chófer de mi marido. Casi tan estúpido como lo era el propio Hans, repudiaba todo lo que tenía que ver con él, odiaba su voz, su contacto, su presencia… nada de él me reconfortaba.
-Te he dicho que te dirijas al despacho.-respondí por enésima vez, cansada.-Date prisa, no tenemos todo el día.
Suspiré y estreché La lágrima roja entre mis manos. No era capaz de desprenderme de aquel colgante que el mismo Hans me había regalado. Aquel colgante que había pertenecido a la hermosa mujer de Sandro de’Marchesi, estaba convencida de que no me equivocaba, esa era la mágica pieza que había acompañado a la siniestra obra del misterioso pintor, El pacto de sangre, desde su creación. Esa era La lágrima roja y por supuesto, era mía.

Recordaba a la perfección como una noche, Hans me había sorprendido entregándome una caja negra de terciopelo. Aquel gesto y su mirada de euforia, de poder… supe que algo importante había sucedido.
Aquella noche yo pretendía visitar al fascinante Eduard. Me arreglé, me perfumé, me convencí a mi misma de que pasaría unas maravillosas horas a su lado, disfrutando de él, pero mis planes se vieron truncados cuando Hans abrió esa caja de terciopelo y colocó en mi cuello La lágrima roja.
Sentí que podría conseguir todo lo que me propusiese, y sin duda estaba convencida que aquel sentimiento se había generado en mí gracias al poder de aquella magnífica piedra.
Olvidé a Eduard Schulz durante unas horas, olvidé el odio que sentía hacia mi propio marido y lo único que deseé de un modo primitivo fue conseguir El pacto de sangre, juntar las dos obras una vez más y convertirme en la mujer más poderosa jamás recordada.
Hans obtuvo toda mi atención tras mucho tiempo sin tenerla. Por primera vez en años volví a ver en él al hombre que antaño había amado, volví a sentir que esa era la persona que deseaba. Escuché con gozo como me narraba las humillaciones que les había obsequiado a aquella familia de judíos, los Moreau, como les había arrebatado de las manos aquel colgante, pero sobre todo, recordaba el placer que había experimentado al ver otros tres cuadros de Sandro de’Marchesi colgados en la amplia pared de nuestro salón. El pacto de sangre estaba cerca, cada vez más.

Sonreí levemente, ensimismada en mis propios pensamientos. Estaba segura de que conseguiría tener en mi poder ese cuadro, y también sabía que en cuanto estuviese en mis manos, nada ni nadie se interpondría y echaría al traste mis planes, ni siquiera mi marido.
Todo estaba perfectamente planeado.

Para mi sorpresa, el inepto de Fritz logró llegar al despacho de Hans mucho antes de lo previsto. Me sentí eufórica cuando pasé por delante de Edith, la joven secretaria que por supuesto, se acostaba con el asqueroso de mi marido.
-Buenas tardes, señora von Krischner. ¿Desea que le traiga algo?-se atrevió a preguntarme con esa voz chillona que yo tanto detestaba.-Su marido se encuentra reunido con el doctor Ulrich y con el teniente Schulz.
No hacía falta que me dijese nada más, si Manfred Ulrich y Eduard Schulz se encontraban reunidos junto a Hans, únicamente podrían estar hablando de El pacto de sangre, al fin y al cabo, no conocía a otros dos historiadores de arte mejor preparados que Manfred y Eduard.
Me encaminé con decisión hacia la puerta del despacho, siendo interrumpida una vez más por la inepta de Edith:
-El señor von Krischner me pidió que nadie les molestase, bajo ningún concepto.
-Mete tus sucias narices en tus asuntos, Edith. No olvides que ese hombre es mi marido y que todavía no ha nacido nadie que pueda prohibirme algo.-dije, con odio.

Abrí la puerta del despacho con rapidez y me adentré en el aburrido y oscuro espacio que pertenecía a Hans von Krischner.
Los tres hombres me miraron con curiosidad. Hans resopló y trató de decir algo, pero por supuesto, yo fui mucho más rápida que él, no permitía que me despreciase en público.
-Podéis proseguir con vuestra conversación.
Me senté en una butaca próxima a la única ventana que allí había. Desde aquel lugar podía ver a la perfección los rostros de los tres hombres, pero sobre todo, el de Eduard.
Encendí un pitillo y escuché como hablaban sobre diferentes obras de arte pertenecientes a diversas familias de judíos de París.
No me interesaba lo más mínimo nada que tuviese que ver con todos esos insignificantes judíos, no merecían mi atención ya que ese era un privilegio que únicamente podía permitirse el teniente Schulz, al cual observé embelesada una vez más.

Sonreí para mis adentros, estaba convencida de que notaba mi mirada sobre su cuerpo. Cuerpo que yo intuía fuerte, hermoso, perfecto.
Eduard Schulz era mi amante y el trabajador más importante de mi marido. Me gustaba ese juego, me enloquecía nuestro secreto.
Nunca había conocido a un hombre tan rudo, tan carente de dulzura o amor. ¿Pero qué importaba? Yo no buscaba eso de él, ni él buscaba lo mismo de mí.
Jamás me permitía desnudarle completamente, besarle con suavidad, enterrar mis manos en su perfecto pelo rubio… Le deseaba de un modo salvaje, y estaba segura de que a él le sucedía lo mismo que a mí.
De un modo u otro siempre nos buscábamos, dábamos rienda suelta a nuestra pasión, nos dejábamos llevar. Únicamente me entristecía no saber nada de él, no conocer su vida, sus pensamientos, no poder acercarme más a la misteriosa mente del atractivo teniente.


No me bastaba visitar su casa una vez a la semana, pero nadie había dicho que no conseguiría más, que no lograría cumplir mis propósitos. Yo era Christa von Krischner, nadie se negaba a mis deseos. 

Me perdí en el rostro de Eduard. En sus cicatrices, en su tensa mandíbula y su recta nariz. En sus ojos azules, sus perfectos ojos azules que en aquel momento me observaban sin pestañear. ¿Me observaban sin pestañear? Eduard levantó una ceja de manera graciosa y yo regresé al mundo real.
-¿Christa?-la odiosa voz de Hans me sacó de mis ensoñaciones-Tenemos nuevas noticias sobre el cuadro, ¿nos estás escuchando?
Me enderecé y apagué rápidamente el pitillo que tenía en la mano. No podía perderme ninguna de sus palabras.
-Teniente Schulz, por favor, narre sus últimas averiguaciones.
Eduard carraspeó levemente y dijo:
-Varios testigos me han informado de que la noche antes de que la familia Moreau fuese arrestada, una mujer salió del edificio en el que vivían con un extraño paquete de dimensiones considerables. Evidentemente no estoy seguro de que se trate de El pacto de sangre, la cantidad de obras de arte y objetos de valor con las que contaba esa familia es impresionante, pero si mis sospechas son ciertas…
-¿¡Tus testigos ven a una mujer con un paquete salir de madrugada de una casa y no se les ocurre interceptarla!?-le interrumpió Hans. Deseé retorcerle el cuello.
-Lo introdujo en un automóvil, nadie logró ver al conductor.-Eduard frunció el ceño-Mis testigos se tratan de vecinos del propio barrio, señor von Krischner, en los tiempos que corren nadie se arriesga en vano.
Hans soltó una risa estúpida y murmuró:
-Te creía competente para este trabajo.-vi como Eduard apretaba la mandíbula, podía apostar que él odiaba a Hans tanto o más de lo que lo odiaba yo-¡Quiero ese cuadro! No puede haber más fallos. No me explico como un hombre tan experimentado como tú ha podido pasar por alto el hecho de que esa muchacha escapase.
-¿Qué muchacha?-me atreví a preguntar.
-La hija de esa familia… Gabrielle Moreau.-respondió Hans mientras ojeaba unos papeles-Escapó de alguna manera. La Gestapo está tras su pista, en cuanto la arresten se pondrán en contacto con nosotros para que nos encarguemos de interrogarla y por nuestro bien espero que eso suceda pronto… mientras siga viva y libre El pacto de sangre se nos escapa.
-Estoy totalmente seguro de que la familia Moreau cuenta con más propiedades.-continuó diciendo Eduard.
Le observé confusa. ¿Qué le sucedía? Parecía tan tenso…
-Probablemente en alguna de esas propiedades se esconde el cuadro y también la joven.-repuso Manfred.-Alguien les está ayudando, una muchacha no podría huir tan fácilmente.
Eduard extendió el brazo y agarró con fuerza el vaso de agua que descansaba sobre la mesa, frente a él. Lo acerco a sus perfectos labios y bebió un sorbo de agua.
Deseé acariciarle el rostro, secar sus húmedos labios con los míos y decirle que acabase con Hans, que no permitiese que ese sucio bastardo le hablase de ese modo.
-El poder que supondrá tener ese cuadro, mi nombre… mi rostro…-dijo Hans, sumido en sus estúpidas ensoñaciones.
No quise escucharle, era absurdo, sin dudarlo le interrumpí:
-¿Cómo sabéis que esa familia tiene más propiedades? ¡Decidme que ocurre!
-Señora von Krischner, ¿no le parece extraño que una familia guarde tres cuadros atribuidos a Sandro de’Marchesi, un colgante que parece ser La lágrima roja, y otras obras de inconfundible valor, en un pequeño piso de París?-dijo Manfred con descaro, incluso con un tono burlón en su voz que yo desprecié.-No me dirá que no es extraño.
-Albert Moreau era catedrático en la universidad, tenía servicio doméstico, su mujer no trabajaba, su hija asistía a los mejores colegios y gozaba de una buenísima educación…-añadió Eduard.-Es prácticamente imposible que su única propiedad fuese ese piso situado en un humilde barrio parisino.
Apreté La lágrima roja contra mi pecho y suspiré. Necesitaba tener en mi poder ese cuadro, cuanto más cerca me sentía de él, más nerviosa me ponía, con más ansias de que fuese mío.
-No puedo evitar pensar que si la familia Moreau cuenta con más propiedades en Francia, es absurdo que guardasen tantas obras de valor aquí, a nuestro alcance… ellos sabían que les estábamos investigando.-repuso Manfred. Muy a mi pesar, lo que decía tenía sentido.-¿Os parece una trampa?
-Por alguna extraña razón no les importó que nos apropiásemos de las pertenencias que tenían aquí en París. Incluso quizá las dejaron al alcance de nuestras manos por un motivo concreto, no lo sé…-Eduard negó con la cabeza, cansado.-Pero sé que ellos tienen El pacto de sangre.
Hans resopló y dijo:
-Por lo pronto nos encargaremos de investigar el colgante, es primordial.-me miró de reojo.-Manfred se ha puesto en contacto con un compañero que nos ayudará a confirmar si se trata de La lágrima roja.
Estaba completamente segura de que lo era. Ese era el colgante que había pertenecido a la mujer de Sandro de’Marchesi y que había acompañado al cuadro desde su creación.
-Les aseguro que mi compañero es el hombre indicado para esta investigación.-repuso Manfred.
Fruncí el ceño. No me fiaba de Manfred Ulrich. Era un trabajador competente, sus conocimientos eran innegables, pero… había algo en él que no me inspiraba confianza.
-Dentro de dos días viajaremos a Berlín y descubriremos si nuestras averiguaciones son ciertas.-añadió Hans, sonriendo con arrogancia.-Señores, eso es todo.
Me levanté de la butaca y miré por la ventana, ajena a sus atronadores “Heil Hitler”.

Me asustaba pensar que tal vez aquella no fuese La lágrima de sangre, me asustaba alejarme de París y regresar a Berlín en compañía de Hans. Detestaba su presencia… detestaba el hecho de tener que separarme de Eduard Schulz.
Eduard.
Me giré rápidamente e ignoré lo que Hans me decía, ni siquiera estaba escuchando sus palabras. Me dirigí a la puerta del despacho, la abrí y…
Apreté una vez más el colgante contra mi pecho. El apuesto teniente me miró de reojo y sin ni siquiera inmutarse se agachó para decirle algo al oído a la inepta de Edith. Ella se echó a reír de forma estúpida y un ligero rubor se instaló en sus mejillas.
Eduard sonrió, se incorporó y le guiñó un ojo.

Quise gritarle, pegarle, matar a Edith… quise preguntarle porque no me dedicaba ni una mísera palabra, un gesto de complicidad, porque se alejaba sin decirme nada…
Quise odiarle tanto como odiaba a Hans pero… no podía.

Eduard...

Capítulo 6. Eduard.

-¿Quién eres?- pregunté una vez más.
La muchacha se incorporó despacio, y me miró con temor. Me apasionaba y a la vez odiaba ese sentimiento… el miedo. Me resultaba repugnante comprobar como alguien podía temblar bajo una mísera mirada, pero a la vez era fascinante sentir ese poder que proporcionaba ver el temor en ojos de otra persona, significaba que el control estaba en mis manos, eso me gustaba, yo movía los hilos y manejaba las cosas a mi antojo pero prefería que ambos nos encontrásemos en igualdad de condiciones. Luchar contra una familia de judíos, o en ese caso, causar miedo a una muchacha que no era más que una niña no era justo, ni justo ni satisfactorio para mí. No podía reprocharle nada, yo era un hombre que había aprendido a matar y a asustar a personas como ella, por eso añoraba tanto el frente, echaba de menos ser un monstruo sin identidad, sin nombre, ni vida, simplemente una máquina bajo unas órdenes claras, una máquina preparada para matar y para alcanzar un objetivo.

-Soy Ariane Gaudet, señor.-murmuró con un hilo de voz.
-No deberías estar aquí.-añadí de nuevo, carente de emoción.
¿Qué se supone que debía hacer? ¿Arrestarla? ¿Atemorizarla más aún? Mis actuaciones en esos casos formaban parte de una rutina perfectamente aprendida gracias a mi superior von Krischner, pero nadie había dicho nada sobre cómo actuar ante una joven que probablemente no llegaba a la mayoría de edad y que únicamente había sido sorprendida husmeando en una casa ajena.
“La casa de los Moreau, Eduard”-me recordé.

-Yo… verá…-carraspeó, tratando de aclarar su voz. Miré su rostro por primera vez y no pude evitar sorprenderme.- Soy la hija de los vecinos, yo sólo… sé que se llevaron a la familia que vivía aquí y quería saber que había sucedido con ellos…
La hija de los vecinos.
Traté de reprimir una sonrisa. Los vecinos que habían ocultado a la hija de los Moreau, una tal Gabrielle, en su casa.
Las piezas comenzaban a encajar. Recordé como había tratado de sonsacar una vez más a aquel viejo hombre el paradero de El pacto de sangre. Fue valiente, trató de proteger hasta el último momento su secreto. Y también trató de proteger la vida de su hija, como era de esperar.
Sabía desde el comienzo de mis primeras visitas a aquella casa que allí había una trampilla. Demasiados años de experiencia, demasiados indicios… 
Cuando les dije a los Moreau que si no me decían dónde se encontraba el cuadro, tendría que avisar a mis compañeros, supe entonces que ese era el momento perfecto para aguardar a mi presa. Caerían en la trampa, por supuesto que caerían.
Salí de la casa y me oculté en las escaleras, fue entonces cuando aquella mujer aprovechó para sacar del escondite a su hija y aporrear la puerta de la casa de sus vecinos, donde la ocultaron sin dudar.
Ya había vivido demasiadas situaciones similares, sentía que comenzaba a predecir muchas de las reacciones humanas.

La verdad era que no me importaba que Gabrielle Moreau estuviese viva, incluso daba gracias a que fuese así. Mientras estuviese escondida, mis posibilidades de hacerme con El pacto de sangre aumentaban, y cuanto antes tuviese en mi poder ese maldito cuadro, antes podría regresar a mi lugar, a ese que tanto deseaba volver.
Gabrielle Moreau me llevaría a esa legendaria obra de Sandro de’Marchesi sin ni siquiera imaginarlo, sin ni siquiera ser consciente de que yo la había visto ocultarse en la casa de sus vecinos, de los cuales me encontraba muy cerca, tan cerca como esos ojos verdes que me miraban estaban de mí.

-¿Vives en la casa de enfrente?- le pregunté.
Asintió con la cabeza, nerviosa.
La observé en silencio, con mil pensamientos golpeando mi mente sin cesar.
Tratarla con desprecio o frialdad sería para mí un arma de doble filo. Ella podía conocer el paradero del cuadro tan bien como su amiga, si actuaba demasiado rápido podría asustarla y ponerla en alerta y de ese modo mis planes, mi salvación, se esfumarían como el humo. 
Me fijé en ella, sopesando lo que debía hacer, intentando mantener mi mente tranquila y caminar con pies de plomo. Era una muchacha joven, de aspecto algo aniñado. Era bajita y delgada, parecía frágil ante mí. Su rostro era redondeado y tierno. Tenía unos ojos grandes, de color verde… un verde fascinante, hermoso. Sus labios eran gruesos, y sus mejillas tenían un gracioso color rosado. Su pelo era de color castaño, lo tenía largo, más largo de lo que acostumbraban a llevar las mujeres de Alemania, incluso diferente a como lo llevaban allí en Francia, lo tenía ondulado, cayendo sobre sus hombros.

-¿Qué le ha ocurrido a los Moreau?-se atrevió a preguntar, sacándome de mis ensoñaciones.
Me sorprendió que fuese capaz de hacerme esa pregunta, me miraba tan fijamente como yo a ella. El miedo parecía haberse esfumado de su cara.
-No lo sé, y aunque lo supiera… no podría decírtelo.
Claro que sabía lo que les había pasado, pero no estaba seguro de que ella pudiese soportar la verdad. Ni siquiera sabía si yo era tan valiente como para decirlo en voz alta. ¿Acaso aquel no era un comportamiento cobarde? Enfrentarse a personas inocentes, alejarles de todo, humillarles... 

No podía permitirme que las cosas se estropeasen de ese modo, no en aquel instante. Tenía ante mí a una joven que ocultaba en su casa y estaba en contacto con la única superviviente de una familia a la que pertenecía el cuadro más misterioso de todos los tiempos. No podía perder esa oportunidad, no podía desaprovecharla.
Ariane Gaudet. No me olvidaría de ese nombre. ¿Sabría ella de la existencia de El pacto de sangre? ¿Habría ido a la casa de los Moreau para encontrar algo que tuviese que ver con la obra de Sandro de’Marchesi? ¿Sería Ariane Gaudet judía? Miles de preguntas me acechaban… miles de contradicciones.

-Vete.-dije con firmeza.
Vi el asombro en su rostro pero evidentemente no se lo pensó dos veces. Cuando pasó a mi lado me miró con sus ojos verdes muy abiertos, y susurró:
-Gracias… 
Fruncí el ceño y giré la cabeza, tratando de evitar contemplar su mirada y oler la fragancia que emanaba de su cuerpo. 
Hacía demasiado tiempo que nadie me agradecía algo… demasiado tiempo que no veía un resquicio de humanidad o dulzura en una persona. No me merecía esa palabra, no merecía nada.

Observé a mi alrededor y comprobé que no se había llevado nada. Necesitaba salir de allí cuanto antes, aquella casa, aquella situación… empezaba a asfixiarme ese ambiente. Me desesperaba tener que tratar aquello, tener que hacerme con aquel cuadro. Únicamente deseaba descansar de una vez por todas.
Salí hacia el exterior de la casa y mis botas chocaron contra dos viejos cuadernos que se encontraban en el suelo. Me agaché a cogerlos y abrí uno de ellos por la primera página:

“Esperanza. Nadie me dijo nunca lo maravillosa que es esa palabra, lo mucho que guarda, los sentimientos tan puros que esconde. Esperanza es lo que diariamente inunda mi corazón y mi alma, es lo que me hace recordar que estoy viva, que mis sueños no me han abandonado, que mis más profundos deseos aún pueden cumplirse.
Ariane.”

Pasé las páginas de forma aleatoria, casi compulsiva. Prácticamente todo el cuaderno estaba escrito. Relatos, poesías…
Me apoyé contra la pared del pasillo de la casa de los Moreau y centré mi atención en una página que se encontraba marcada. Parecía que allí comenzaba una historia. Eché un vistazo rápido, trataba sobre un muchacho llamado Bernat, un joven aventurero y valiente que se encontraba en un curioso mundo fantástico al que había accedido tras perderse en un bosque del sur de Francia, alejándose sin poderlo evitar de su familia. El joven Bernat vivía una serie de aventuras mientras trataba de encontrar el paradero de su hermana pequeña, a la cual no podía olvidar, deseando únicamente abrazarla de nuevo y revolver su pelo como antaño había hecho.
Sonreí. La primera sonrisa que lograba esbozar en mucho tiempo.
-Ariane Gaudet…-susurré, mientras trataba de grabar aquel nombre en mi mente. Tal vez ella lograse ser mi puente hacia la libertad. Mi propósito era egoísta pero... Nadie jugaba limpio, mucho menos en aquel momento.
Fruncí el ceño una vez más y me obligué a dejar de sonreír y a cerrar aquellos cuadernos. 

Salí de allí con prisa, únicamente parándome en la librería que se encontraba en el bajo de aquel edificio.
Me sorprendí al verla allí, ocupándose de limpiar unas estanterías repletas de libros. Deseé sonreír de nuevo pero lo evité, no podía permitirme hacerlo… no podía permitirme estar dudando del modo en el que lo estaba haciendo en aquel instante.
Agarré con fuerza los cuadernos, negué con la cabeza bruscamente, tratando de ese modo de alejar los pensamientos, y me encaminé hacia mi coche.

Lo único en lo que debía centrarme era El pacto de sangre.

Capítulo 5. Ariane.

Escondí el diario bajo el colchón de la cama provisional que habíamos instalado en mi cuarto, no era el lugar más cómodo del mundo, pero habíamos acondicionado mi habitación para poder proporcionarle a Gabrielle un pequeño rincón que fuese lo más agradable posible, no tenía muy claro cuanto tiempo se escondería en nuestra casa, ni siquiera sabía si teníamos algún otro plan o opción a la que poder recurrir, las cosas tampoco estaban resultando fáciles para mi familia, pero jamás la dejaríamos tirada, eso era lo único que teníamos claro.
No soportaba aquella presión que estaba viviendo, sentía una sensación similar a la que había vivido hacía años cuando mi padre, una noche, no regresó jamás a casa, o cuando mi madre nos hizo subir a aquel barco con destino incierto a mis hermanos y a mí. No podía dejar de mirar la fotografía de mi familia. Mis verdaderos padres, mis hermanos… Mirar aquella imagen me hacía sentirles cerca, como si nunca se hubiesen alejado de mí. ¿Dónde estaría Bernat? Necesitaba su fuerza, su cariño. Les añoraba. Camille y Fabien siempre habían sido generosos conmigo, me habían tratado como a su hija, me habían cuidado y dado todo, pero aún así no podía evitar echar de menos lo que la guerra me había arrebatado.
Sentía que poco a poco me estaba rompiendo en mil pedazos y no tenía ni idea de cómo remediarlo. No podía escaparme de los problemas que nos acechaban. Mis historias, mis fantasías… ya nada de aquello tenía sentido en aquel momento, ni siquiera ellas lograban entretenerme, alejarme de aquel maldito mundo en el que vivíamos.

Observé como Gabrielle continuaba durmiendo. Al fin había logrado conciliar el sueño, se lo merecía, necesitaba descansar. Estaba tan débil, parecía tan frágil. A veces deseaba contarle quien era en realidad, hablarle de mi pasado, de mi verdadera familia, pero hacía tiempo que me había dado cuenta de que no se podía confiar en nadie cuando se trataba de salvar la vida, Camille me lo había dejado muy claro desde el primer momento que cogió mi mano y me prometió cuidarme, protegerme, y no dejarme sola jamás. Se lo debía todo a ella.

Comprobé que el diario estaba bien escondido y volví a mirar hacia mi amiga. Parecía tranquila por primera vez en días.
Gabrielle era más mayor que yo. Una joven que siempre me había transmitido alegría y tranquilidad. Sus facciones estaban muy marcadas pero eso nos pasaba a muchos de nosotros en aquella época, el hambre pasaba factura. Su rostro era afilado y a la vez muy dulce. Su piel era morena, sus labios finos y rosados, y sus ojos… sus ojos me parecían preciosos, de un color marrón similar al de la miel.

Sentí lástima por ella. Yo sabía lo que era tener que separarse de las personas que más amabas en el mundo. Sólo deseaba que al menos Gabrielle pudiera reencontrarse con ellos algún día, que todo finalizase y pudiesen ser una familia unida y feliz de nuevo. Aunque tal vez eso no era más que uno de mis sueños.
Ya había pasado una semana desde que Elise y Albert Moreau habían sido arrestados. Elise, en un acto desesperado por salvar la vida de su hija, le había pedido a Camille que la escondiese en nuestra casa. Eso me hacía recordar a mi madre, a mi maravillosa madre Emilia… al fin y al cabo ella había sacrificado todo por nosotros, sus hijos. Me enfurecía pensar en ella, en Guernica, en si estaría viva… ¿qué pasaría si supiera que su hijo pequeño, Pablo, había fallecido? ¿qué pasaría por su cabeza al saber que sus otros dos hijos estaban separados, sin saber nada el uno del otro? Aunque en mis documentos constase que me llamaba Ariane Gaudet, yo seguía siendo aquella niña que correteaba por las calles de su ciudad, que jugaba con sus hermanos, que amaba a su familia y que apoyaba a la República y jamás dejaría de hacerlo pese a que las cosas ya estuviesen más que perdidas. Siempre seguiría siendo Ariane Ulloa, y eso nadie me lo quitaría. Necesitaba saber de ella y de mi familia biológica.

Evidentemente conocía los riesgos que corríamos escondiendo a Gabrielle en nuestra casa. La Gestapo nos estaba investigando y era inminente que se produjese alguna de sus visitas periódicas a la librería. Que mi padre hubiese defendido a los Moreau fue un gran aliciente para que lo hicieran. Añadiendo a ese suceso, el incidente en el hospital en el que trabajaba mi madre, todas las miradas recaían sobre los “traidores” Gaudet. Si además la hija de la familia de judíos que vivían frente a nuestra casa había escapado... Todas las pistas señalaban hacia nosotros, o al menos aquello era lo que yo pensaba.
No tenía ni idea de si mis padres pertenecían a la Resistencia. Ellos jamás me decían nada, a decir verdad, hablar sobre política, sobre la Ocupación, pronunciar el nombre de Hitler… todo aquello parecía ser tema tabú en mi casa. No les podía culpar, yo no era más que una niña que lo único que había aprendido de la vida es que la realidad que nos rodeaba era la más despiadada e injusta de todas.
Lo único que sabía es que mi padre, el viejo Fabien Gaudet, aquel hombre risueño y afable, empeoraba por momentos postrado en la cama de su habitación. Su corazón estaba débil, y tanto Camille como yo temíamos lo que pudiera suceder.
No podía parar de pensar en lo que ocurriría si la Gestapo descubriese que ocultábamos en nuestra casa a una judía. Pero la verdad era que tener allí a Gabrielle, dormida en mi habitación, no había sido una opción. Pero pese a todos los problemas que podía acarrearnos, pese al peligro que corríamos… la cuidaríamos y protegeríamos del mismo modo que yo había sido cuidada y protegida hacía años. 

Cerré la puerta de mi cuarto con sigilo para no despertar a mi amiga. Recogí mis cuadernos, esos en los que escribía todas mis historias y fantasías, y me encaminé a la librería de mi padre.
Era yo la única que atendía el negocio familiar, dejando mis estudios a un lado. Debía hacerlo, la gente hubiese sospechado si de pronto nunca viesen la librería abierta. Mi madre debía cuidar de mi padre, y yo… yo tenía que hacer algo por los dos y tratar de llevar dinero a casa, el dinero que fuese posible.
Resoplé, me sentía frustrada.

No pude pasar por alto el hecho de que la puerta de la que hasta entonces había sido la casa de los Moreau se encontrase abierta de par en par. Mi instinto me gritaba que me alejase de allí, que me metiese en mis propios asuntos y me dirigiese a la librería de una vez por todas pero mi curiosidad… mi curiosidad era prácticamente imposible de ser reprimida, durante toda mi vida eso había sido algo muy complicado.
Dejé mis dos cuadernos sobre el suelo del pasillo, no solía separarme de ellos pero en aquel instante me entorpecían. Quería explorar la casa de los Moreau, rescatar sus historias, recuperar sus pertenencias y entregárselas a Gabrielle, descubrir qué había ocurrido.
Miré a mi alrededor y me estremecí. Aquella era una de esas casas que acechaban todas y cada una de mis pesadillas. Parecía un lugar sacado de lo más profundo de mi imaginación. Un escenario aterrador, carente de vida, de esperanza.
Parecía imposible que una familia pudiera haber estado viviendo allí, parecía imposible que de la noche a la mañana les hubiesen arrebatado todo de aquel modo.
Extendí un brazo y rocé la pared suavemente. El papel de las paredes había sido arrancado de cuajo. Los cuadros, los espejos… nada decoraba los espacios vacíos, simplemente se notaba su sombra, la marca que recordaba que en algún momento aquel había sido un hogar como cualquier otro. Los marcos de las fotos… todo se encontraba tirado por el suelo, rodeado de miles de papeles sucios, de documentos antiguos que amarilleaban debido al paso del tiempo.

Me agaché y recogí una pequeña foto de la familia de mi amiga. En ella se veía a Elise, de pie al lado de un sofá en el que se encontraba sentado su elegante marido Albert, tras ellos estaba Gabrielle, sonriendo. Transmitiendo toda la paz del mundo a través de esa sonrisa… ¿podría ver ese gesto en ella una vez más?
Guardé la fotografía en el bolsillo de mi falda apresuradamente y decidí continuar rebuscando entre los papeles que allí había.

-¿Quién eres tú?
Solté el aire que había en mis pulmones de golpe, y comencé a sentir el frenético latido de mi corazón.
Me habían descubierto, aquel sería el fin.


Desde allí, en el suelo, mi mirada se topó con unas lustrosas botas negras que se acercaban con paso tranquilo y a la vez firme hacia mí.

Capítulo 4. Gabrielle.

Observé como mi madre garabateaba nerviosa en un trozo de papel. No logré ver lo que ponía, pero tampoco intenté hacerlo. No me sentía con fuerzas, ni siquiera conseguía incorporarme de la butaca marrón del salón, esa en la que tantos buenos momentos había vivido… ¿Para qué hacerlo? Ya no había nada... Absolutamente nada.
Recordaba las historias que me contaba mi padre, esas de barcos llenos de oro que habían cruzado todo un océano en busca de aventuras, con esos viajes soñaba desde muy pequeña, y la verdad es que en aquel instante necesitaba uno de aquellos barcos, uno que me llevase muy lejos, que a todos nosotros nos llevase a casa, a un lugar seguro, en paz. Recordaba también las frustraciones de mi madre tratando de enseñarme a coser y a hacer todas esas labores que ella consideraba que debía saber controlar una buena señorita. ¿Acaso yo no lo era? No para ojos de los demás. La señora Chassier, aquella mujer regordeta provista de una misteriosa sombra oscura encima del labio superior que recalcaba la poca feminidad que la amiga de mi madre poseía, no cesaba en decirme una y otra vez que a ese paso nunca sería una mujer de provecho. ¡Qué culpa tenía yo de querer aprender, ver cosas nuevas, disfrutar de mi juventud! Ella deseaba emparejarme con su hijo Bastian, un joven apagado, sin sueños, carente de alegría, incluso de vida. Estudiaba derecho y era el último hombre en el mundo con el que me hubiera gustado compartir mi vida. En cambio, Adrien... el recuerdo de Adrien, de mis veranos en Marsella, de todos aquellos besos… ese recuerdo aún quemaba. 
Ya nada importaba. Añoraba a la señora Chassier y a su hijo, ellos también eran judíos, ¿dónde estarían? Tal vez pronto tendríamos la suerte o la desgracia de reencontrarnos.

Un estrepitoso ruido me sacó de mis ensoñaciones, me incorporé y me dirigí hacia el pasillo.
-Papá, ¿qué…?
-¡Vete de aquí, hija! ¡Vete!- exclamó, dejando caer lo que tenía entre manos y dándome tiempo para contemplar lo que allí sucedía.
Jamás hubiera imaginado que aquel viejo piso de París podía ocultar una trampilla bajo el suelo. Apenas era visible, tan sólo se notaba una pequeña rendija, como si se tratase de una tara de la propia madera del suelo. 
En aquel instante mi padre había logrado levantarla y sacaba de su interior un paquete envuelvo en lo que parecían capas y capas de papel.
Le miré confusa y temerosa. No quería tener más motivos que darle a los nazis para que nos arrestasen, al fin y al cabo… todos sabíamos que iban a hacerlo, pero eso eran palabras mayores. ¿¡Qué escondían!?
-¡Elise! ¡Sácala de aquí!-exclamó de nuevo, lanzándome una mirada de furia.
No hizo falta que mi madre se acercase a mí. No quería ver nada más, no quería ser consciente de lo que allí sucedía… no deseaba más que esconderme hasta que todo terminase, hasta que nos dejasen ser una familia feliz tal y como lo habíamos sido antaño.
Me encaminé a mi cuarto y dejé la puerta entreabierta, espiando por una rendija.
Observé como mi padre arrastraba el cuadro hacia el rellano de la puerta, asegurándose de que nadie más se encontraba allí, y, de manera inesperada, golpeaba la puerta de la casa de los Gaudet.
La madre de Ariane, Camille, abrió segundos después y tras intercambiar unas palabras con mi padre, introdujo el paquete en el interior de su casa y asintió con la cabeza repetidas veces.
Cerré los ojos con fuerza. Sentía que cuanto más supiera, más me acecharía el peligro. Sentía que había estado engañada toda mi vida.

Me acurruqué en cama y abracé las piernas contra mi pecho como hacía cuando era una niña pequeña, como necesitase una vez más las caricias que antaño me había dado mi madre para reconfortarme.
Ya nada tenía sentido. Me negaba a pensar lo mucho que habían cambiado las cosas, nuestra vida no era ni sería jamás la misma. Todos nuestros amigos, nuestro patrimonio, nuestros sueños, ilusiones... incluso nuestra dignidad.
Hacía tan sólo unos días que había presenciado como mi padre trataba de negociar con aquel teniente… Schulz. ¿Nuestras vidas a cambio de un cuadro? ¡Un cuadro que ni siquiera teníamos! O tal vez sí, ya no estaba segura de nada... ¿Tres seres humanos valíamos eso? Un mísero cuadro de Sandro de’Marchesi. Odiaba a ese pintor, odiaba al teniente Schulz y comenzaba a odiar a mi padre por ocultarme la verdad, por negarse a decirme lo que estaba sucediendo.
Lamentarse no tenía sentido. Hacía tiempo que nuestro destino estaba escrito.

-Gabrielle,-mi madre entró en mi cuarto, con los ojos llorosos- ten, guarda esto.
Cogí el trozo de papel que me ofrecía. Era una nota.
-No salgas de tu cuarto hasta que yo te lo diga, por favor, Gabrielle… hazme caso, hija.-continuó diciendo mientras me acariciaba el rostro.
Fue entonces cuando pude leer en sus ojos, ver a través de ellos y alcanzar su alma y su corazón. Nunca vi tanto dolor en una mirada, tanto sacrificio… supe en aquel instante que debía retener esa imagen, todas las imágenes que alcanzaban mi mente y que me recordaban los buenos momentos que allí había vivido con mi familia.


“Camille, gracias por todo. Jamás podré agradecértelo. Sabes lo que tienes que hacer, sabes qué es lo único que te he pedido. Cuando llegue el momento entrega la carta y buscad el manuscrito. Es la única opción. Huid. Cuida a mi niña y dile que la quiero, que es la luz de mi vida y allá a donde vaya, siempre estará en mí.”

Me estremecí. No debía haber leído esa nota, no debía… Aquello sólo significaba que…
Escuché pasos firmes en el pasillo. Contuve la respiración, temía que se percatasen de mi presencia, que descubriesen que estaba allí escondida. Tal vez las lustrosas botas del teniente Schulz se encontrasen justo encima de mi cabeza, sobre la trampilla del suelo en la que estaba escondida.
Me tapé la boca con las manos, sentía que en cualquier momento explotaría, que la ansiedad se apoderaría de mí, que aquel escondite claustrofóbico era visible para los ojos de cualquiera. Tenía tanto miedo… ¡tanto pánico!
-Me temo que está cometiendo un terrible error, señor Moreau. Si no me entrega esos cuadros arrestarán a toda su familia.-escupió, con desgana. Parecía que se tenía el discurso más que aprendido. Yo no podía evitar preguntarme cuantas veces había pasado por algo así, a cuantas familias le había hecho lo mismo.-¿Dónde está su hija?
Quise abofetearle, quise salir de mi escondite y dispararle, volarle los sesos con aquella pistola que llevaba enfundada. Deseé hacerlo, por un momento lo deseé.
-Nos arrestarán de todos modos.-añadió mi padre, riéndose de manera excéntrica.-No le diré donde está mi hija, ni le entregaré los cuadros yo mismo, al fin y al cabo ustedes se encargarán de desvalijar la casa entera. No nos queda nada, nos lo han quitado todo.
Schulz resopló y pude escuchar sus pasos encaminándose hacia la puerta de casa.
-Iba a hacer esto por las buenas, señor Moreau, para mí ustedes son indiferentes… no pretendo causar más daño del inevitable pero no me deja otra opción. Si no colabora tendré que llamar a mis compañeros que en este momento se encuentran abajo, únicamente tengo que dar la orden.
Mi esperanza en la humanidad carecía de sentido. No podía entender como una persona no podía sentir compasión, tristeza, incluso algún tipo de empatía.
Un silencio se instaló en nuestra casa, un silencio que me pareció eterno. El teniente Schulz salió de la estancia. Todo había acabado… nos entregaría.
-¡Es el momento!- mis padres abrieron la trampilla y me ayudaron a salir al exterior. No quería huir, no quería moverme de su lado… no quería salir de allí.

Entre empujones y lágrimas salí de la que hasta entonces había sido mi casa, estaba cargada de miedos y de culpabilidades. Aporreé la puerta de la estancia de los Gaudet con una nota estrujada en la mano.


Sólo sé que antes de esconderme en casa de mis vecinos, unos ojos azules me observaron desde las escaleras… unos intensos y fríos ojos azules, conocedores de un secreto más.

Capítulo 3. Gabrielle.

Dos noches habían pasado ya desde la visita de aquel tal Hans von Krischner a casa. Ese repugnante oficial de las SS me daba miedo, sus miradas, sus risas macabras, sus miles de preguntas sobre nuestra vida, nuestras colecciones de arte... No era un hombre, era un monstruo creado únicamente para atemorizar, para herirnos y humillarnos, para recordarnos que el mundo se desmoronaba a pasos agigantados sin saber realmente cómo habíamos llegado a aquella situación. ¿Por qué no nos detenían de una vez por todas? Sabíamos que eso era lo que hacían, ese destino habían corrido muchas otras familias de judíos que conocíamos. ¿Qué sería de ellos? No dejaba de preguntármelo y las únicas respuestas que venían a mi mente me estremecían, nos estremecían a todos. Estaba segura de que pensábamos lo mismo pero decirlo en voz alta era impensable, tal vez fuese el miedo pero nosotros estábamos convencidos de que expresar en alto el que creíamos que sería nuestro destino, se convertiría en el camino sin retorno para verlo cumplido. Tratábamos de fingir, de hacer una vida normal, de ignorar la realidad como si de ese modo no nos estuviese sucediendo nada. La verdad era que aunque no tuviésemos el valor suficiente como para admitir lo que iba a ocurrir con nosotros, a pesar de eso e inevitablemente, ya habíamos emprendido aquel oscuro camino del que de manera desesperada intentábamos salir. Tanto mis padres como yo sabíamos que nos encontraríamos con la oscuridad... La irremediable oscuridad.

Cualquier mísero ruido que escuchaba me estremecía, parecía que vendrían en cualquier momento.
Esa misma mañana un teniente se había reunido con mi padre, un hombre llamado Eduard Schulz que decía trabajar bajo las órdenes de von Krischner. Su apariencia era distante, fría, como si fuese totalmente ajeno a nuestro miedo, a nuestras vidas… todos parecían ser así, pero en cierto modo yo aún guardaba la esperanza de que alguno de ellos tuviese corazón, sentimientos, seguía creyendo en la bondad con la que había creído que contaba la raza humana… ¿Por qué nos hacían tanto daño? Habían logrado causar en mí esa misma repulsión que ellos sentían al ver la estrella cosida en mi ropa. La odiaba, odiaba ser quien era, odiaba mi vida, y odiaba llamarme Gabrielle Moreau.

Al menos aquel teniente nos había tratado con respeto, o al menos había sabido como fingir. Tal y como había hecho su superior, nos había preguntado con insistencia sobre nuestra colección de cuadros de Sandro de’Marchesi.
Yo no terminaba de entender donde estaba el interés por dicho pintor… había escuchado hablar de su leyenda, conocía el misterio que le acompañaba, pero nosotros no teníamos nada más que esos tres míseros cuadros atribuidos a él, en mis veinte años de vida recordaba que siempre había sido de ese modo.
Pero sus preguntas no habían sido suficientes, aún no, tenían que continuar presionándonos, interrogándonos, humillándonos y atemorizándonos. ¡No teníamos el cuadro! No lo teníamos...  
No dudaron ni un segundo en registrar nuestra casa, se habían llevado papeles, joyas de valor, incluso nos habían robado el colgante de mi abuela… ¿Qué sería lo próximo? ¿Por qué alargaban tanto la agonía? En mi fuero interno yo mejor que nadie conocía la respuesta.

Salí de mi cuarto lo más despacio que pude, sabía que mis padres ya se encontraban en su cama pero estaba segura de que les ocurría lo mismo que a mí, conciliar el sueño en aquellos tiempos era muy complicado.
Caminé descalza a través del pasillo, tratando de llegar cuanto antes al que había sido el cuarto del servicio doméstico, cuarto que desde hacía unos meses nos servía para guardar provisiones de comida.
Una vez allí, cerré la puerta despacio y abrí sigilosamente la ventana que daba hacia el patio interior, sentándome a su vez en el alfeizar.
Me acostumbré a la oscuridad y miré hacia la ventana de enfrente, los hermosos ojos de Ariane relucían incluso a medianoche.
-Creí que no podrías venir.-susurró. Llevábamos semanas reuniéndonos de ese modo, aquel parecía el único lugar sin oídos de todo París.-Tengo miedo, Gabrielle.
Entendía a que se refería. Mi familia y yo no éramos los únicos a los que la Gestapo había comenzado a molestar.

Mis pensamientos se remontaron a dos días atrás, a la tarde del viernes. Mi madre y yo habíamos salido a la calle a entregar unas prendas de ropa que solíamos planchar a una antigua familia de conocidos de la ciudad. Ese trabajo era el único dinero que podíamos llevar a casa. Mi padre, profesor de literatura en la universidad, había sido destituido de su cargo por el simple hecho de ser judío, y la herencia de nuestra abuela se estaba esfumando a pasos agigantados.
Así fue como al regresar a casa nos encontramos a Camille Gaudet en la librería de su marido. Recuerdo que nada más ver sus ojos empañados supe que algo no iba bien. Mi madre le preguntó que ocurría, al fin y al cabo siempre habíamos tenido buena relación, siempre nos habíamos ayudado mutuamente, pero sobre todo, los Gaudet habían sido una de las pocas familias que no nos habían dejado de hablar.
Camille nos dijo que un soldado alemán había resultado herido tras un atentado perpetuado por la Resistencia. Había sido ingresado en el hospital en el que ella trabajaba y tras los correspondientes cuidados no había logrado sobrevivir y había muerto en sus manos. Nos había dicho que todo el personal del hospital estaba siendo reemplazado y que tras suceder eso, la habían acusado de acelerar el propio fallecimiento del joven, siendo investigada y amenazada.
“-Me han expulsado, Elise. Esto traerá la desgracia a mi familia.”
En ese momento no pensé en su propio dolor, en realidad me alegré, no por ella, pero sí por saber que la Resistencia había logrado matar a uno más. Me había vuelto una insensible, los nazis me habían convertido en una mujer que no sentía absolutamente nada más que odio.
En aquel momento mi madre ni siquiera tuvo tiempo de consolarla. La Gestapo entró en la librería de inmediato, probablemente nos estaban esperando… Fue entonces cuando quise que la tierra me tragase, que mi madre y yo desapareciésemos de allí y que los Gaudet tuviesen que lidiar solos con ese momento. Fui una cobarde y egoísta, es cierto, pero… ¿cómo no serlo?
La estrella cosida en la solapa de mi abrigo comenzó a pesar del mismo modo que si hubiese sido de plomo.
Contemplé el suelo y escuché a uno de aquellos hombres decir, mientras su compañero se reía:
“-Ya te dije, Riemelt, que aquí empezaba a oler muy mal.”
El silencio sepulcral pareció durar una eternidad, las risas de aquellos nazis me parecieron lejanas, muy lejanas.
“-Por favor... Estas mujeres son buenas personas, se lo puedo asegurar, ellas no han hecho daño a nadie.”- levanté la vista sólo para observar como Fabien Gaudet nos defendía.
Las risas cesaron y los recuerdos se desdibujaron. Lo siguiente que mi mente guardaba era ver a mi madre arrastrándome escaleras arriba, encontrarme con Ariane en la puerta de su casa, ajena a lo que en la librería de su padre sucedía, y Hans von Krischner admirando nuestros cuadros aquella misma noche.
No podía evitar alegrarme de que aquel día no hubiesen venido a por nosotros.

-¿Mañana abriréis la librería?-le pregunté a mi amiga.
-Trataré de abrirla yo. Mi padre… tiene problemas de corazón, todo esto está siendo muy difícil.- su voz se quebró ligeramente.-Además sabemos que es inminente que vuelvan.
-Sois una buena familia, no habéis hecho nada malo.
-¿Acaso vosotros no lo sois, Gabrielle? Eso a ellos les da igual, ¿comprendes?-me recordó-Tal vez mi vida esté destinada a escapar constantemente.
Fruncí el ceño y le pregunté:
-¿A qué te refieres?
Negó con la cabeza y agarró fuerte el alfeizar de su ventana. Me pregunté que ocultarían sus pensamientos, pero sabía que no serían tan diferentes de los míos. El miedo… Al menos ella aún tenía otra oportunidad, no era judía como yo.
-Esta mañana otro nazi vino a nuestra casa. Un teniente de las SS que está interesado en nuestros cuadros.-me encogí de hombros, apesadumbrada.-Supongo que eso es lo único que nos mantiene con vida en este instante. ¡No sé que hacer, Ariane!
-Tal vez tu vida también esté destinada a escapar.-murmuró.


Grabé sus palabras en mi cabeza y observé la luna llena, brillante, mágica. ¿Cómo era posible que a pesar de todo la noche fuese tan bella y tranquila? Sonreí mientras sentía la brisa que anunciaba que el verano se escapaba, tal vez esa fuese la última vez que la sentía.